A veces, cuando oigo a alguien que se expresa con total indiferencia o de manera despectiva sobre las personas con discapacidad, me acuerdo de lo que alguien una vez me dijo mientras conversábamos, y lo que dijo fue: “desgraciadamente, muchas veces a uno tiene que pasarle en carne viva una discapacidad para que recién entienda al discapacitado”. Los lectores me dirán, quizá con acierto: “no generalicemos, esto no necesariamente sucede en todos los casos”, y yo también lo creo así. Pero a través de mi vida he escuchado muchas frases horripilantes de gente supuestamente culta, y eso me causa indignación. Así, más de una vez, a mí, que soy ciego, me han dicho cosas como: “si no te hubiera conocido, poco me importaría ayudar a los invidentes”.
En otra ocasión, una persona me dijo que el Estado debe ayudar a la mayoría, que son los que ven, y no tanto a los ciegos, que son una simple minoría, dándome a entender, de hecho, que poco o nada le importaban los invidentes, y que hasta los consideraba un estorbo para el Estado.
Lo paradójico y hasta lo gracioso del asunto, es, como me dijo una amiga ciega, que esas personas, que se muestran tan indiferentes y arrogantes, cuando por cosas de la vida desarrollan alguna discapacidad, son las que más reclaman por sus derechos y las que con más apasionamiento recurren a la legislación sobre discapacidad que antes despreciaban.
Por otra parte, y contrariamente a lo antes expuesto, diré que cuando me he encontrado con personas que tienen algún pariente con discapacidad, muchas veces esas personas me han parecido más solidarias, asequibles y compasivas.
Esto me puede llevar a una conclusión prematura y tal vez no muy acertada, pero también tentadora, que afirmaría que, sólo las personas que han tenido amigos o parientes con alguna discapacidad pueden comprender mejor al discapacitado. Pero ¿cuán cierto sería esto? ¿sólo quien ha sufrido puede entender al que sufre o el que ha tenido alegrías puede entender al que está alegre?
Por lo visto, esto no necesariamente es así, pues hay personas que han sufrido, y en lugar de ser solidarias con el prójimo, el sufrimiento las ha vuelto amargadas y llenas de odio.
Teniendo en cuenta todo lo expuesto, y hablando sobre eso con algunas personas, me hicieron reflexionar sobre algo muy bueno que tiene el ser humano y es lo que se llama “empatía”. Según el Diccionario de la Real Academia (21ª edición), la empatía es la “participación afectiva, y por lo común emotiva, de un sujeto en una realidad ajena”; asimismo, la capacidad para desarrollar y aplicar la empatía se suele denominar “capacidad empática”. Entonces, si usas tu capacidad empática, podrías ponerte en el lugar del otro y comprender realmente sus emociones o sentimientos; podrías comprender a tu prójimo aunque tú no tengas su problema o su alegría; podrías entender al ciego aunque tú no seas ciego, o al sordo aunque tú no seas sordo, etc.
Si todos usáramos nuestra capacidad empática, nos pondríamos en el lugar de los demás y trataríamos a cada prójimo como nos gustaría que nos trataran a nosotros, y no miraríamos arrogantemente a las personas con discapacidad desde arriba, como si nos creyéramos superiores, sino que nos pondríamos al nivel de dichas personas, y las miraríamos de igual a igual.
Así pues, mi conclusión final sería más bien una sugerencia y es la siguiente:
No esperes conocer a algún discapacitado o tener alguna discapacidad para entender a los discapacitados; al contrario, usa para bien tu capacidad empática, y entonces el mundo marchará un poco mejor.
Por último, si se me preguntara cómo hacer para desarrollar la capacidad empática, yo respondería, a modo personal, que una de las formas es recurrir a algún tipo de espiritualidad, como puede ser, por ejemplo, el cristianismo, que subraya siempre el amor al prójimo.
Sea como fuere, a los que intencionadamente o sin intención, se muestran arrogantes o egoístas, yo les diría ese viejo proverbio, que con algunas modificaciones es el siguiente: “si quieres comprender a alguien, camina un kilómetro con sus zapatos”. Y a los padres que tienen hijos bebés, les diría que eduquen a sus hijos, no sólo en ciencias o en disciplina, sino también en buenos valores, y que desde niños los motiven a hacer buenas obras sociales con la gente necesitada; así desarrollarán tempranamente la empatía. Finalmente, a los que ya son jóvenes y adultos y tal vez no han desarrollado su capacidad empática, les diría que lo intenten, porque yo creo que la empatía no es una simple cuestión genética o una cualidad que sólo se desarrolla en la infancia, sino que el adulto también tiene la capacidad para desarrollar la empatía si es que se lo propone. Y cuando me siento inducido a avergonzarme por las atrocidades que ha hecho la humanidad a través de la historia, pienso que, así como hay gente con tendencia a la maldad, también hay personas propensas a la bondad y a la empatía, como Santa Teresa de Calcuta, Chiara Lubich, Gandhi o tantas otras personas; y entonces me alivio, pues esas personas no sólo nos dan buen ejemplo, sino que nos demuestran que la humanidad también puede hacer cosas buenas y justas.
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